lunes, 4 de agosto de 2014

Juan Carlos Moisés -Un sueño de doce caras

Juan Carlos Moisés, Sarmiento, Chubut, 4 de agosto 1954


Un sueño de doce caras


Lo soñé anoche. Estaba
con mi mujer en otro país.
El idioma que hablaban era extranjero,
no lo entendíamos, no lo conocíamos.
Había violencia, una especie de guerra civil,
con un gran caos que nos rodeaba.
Nosotros éramos, tal vez, turistas.
Había mucha gente en las calles.
Los hombres y las mujeres del lugar
estaban armados, de uno y de otro bando.
Dos tipos abrigados con camperas
(sería invierno; en el sur era invierno)
peleaban a pocos pasos de nosotros.
Uno estaba en el suelo, el otro de pie.
Éste agarraba al primero de la ropa
como a una bolsa de papas y lo soltaba.
Tenían ametralladoras o fusiles ametralladora,
armas sofisticadas de las que no sabría
dar un pormenor, hacer una descripción.
En lugar de disparar uno contra el otro,
la agresión consistía en tirar al aire.
Estaban sacados, muy violentos,
y por lo que se veía no tiraban a matar,
pero había gente muerta en las calles,
cuerpos destrozados producto de alguna
explosión, o de varias, y pedazos de cosas
desparramadas imposibles de reconocer.
Los que no participábamos de la pelea
encarnizada mirábamos con terror,
cualquiera podía ser el siguiente,
o todos juntos, barridos por la metralla.
Pensaba: somos turistas, no corresponsales
de guerra (no soy periodista ni fotógrafo)
para estar en medio de la balacera.
Me daba ánimo con esos pensamientos.
Corrimos para huir, corrió toda
la gente que estaba cerca de nosotros,
pero nos detuvieron en medio de la carrera.
Se nos acercó una mujer apuntándonos
con un arma larga, y yo me vi, sorprendido,
sosteniendo un revólver a la vista de todos.
Como si hubiera tenido asignada una tarea
heroica, mi intención fue ganarle de mano.
Gatillé varias veces pero las balas
no salieron. Por suerte ninguna salió.
La mujer abandonó la actitud agresiva
del principio y me mostró una especie
de globo terráqueo con la forma de un poliedro.
Lo hacía girar sobre su eje como un juego.
Cuando lo detuvo en seco apoyando su mano
en una de las caras creí que la intención
era señalarme el país en el que estábamos.
De cerca vi que se trataba de un almanaque,
un mes en cada cara, y en cada cara una escritura.
Me lo mostró lado por lado, de un vértice a otro.
Era un dodecaedro con doce caras regulares.
A la vez que me lo ofrecía como un obsequio,
me dijo: —Poca cosa, mucha cosa.
El objeto era blanco, las letras (no reconocí
otro idioma que el nuestro) y los números
estaban definidos por bordes oscuros.
Leí lo que estaba escrito, lo que se podía
leer en esas condiciones de apremio.
En una de las caras había un pequeño
y viejo poema (viejo como el mundo,
viejo como la poesía) que escribí
hace muchos años cuyo primer verso dice:
“El patito no era feo ni era patito”,
y que hace referencia, como bien suponen,
al cuento de Hans Christian Andersen.
Reconocí los poemas en cada mes del año.
Pensé que me estaba haciendo una broma
antes de enfrentarme a lo peor.
Habló pausadamente pero sin dejar
de fruncir el ceño; creo que me daba
a entender que cada poema requería algo
de mí, algo más que ser sólo el autor.
Interpreté o quise interpretar que la mujer
además me exigía una explicación
o una justificación de los poemas
en el marco de esa guerra incierta
en la que sin opción estábamos incluidos.
¿Y si lo que me ofrecía era una especie
de granada en condiciones de explotar?
La miré a los ojos y la respuesta de su cara
no fue ni por un sí ni por un no.
Era yo el que debía hablar y no hablaba,
el que debía optar y no optaba.
El revólver había desaparecido.
Mi semblante cambiaba. Lo supe enseguida.
Busqué a Clara para mostrarle el almanaque.
Me di vuelta en la cama y la encontré a mi lado.
Estaba dormida, tapada hasta el cuello.
Quería contarle el sueño. No tenía el objeto
pero lo recordaba en varios de sus detalles.
Un globo terráqueo, de características geométricas
muy particulares, cubierto con poemas.
El deseo de la poesía universal en las manos
y a la vista de todos; una ingenuidad
o una amenaza sin codificar.
—Poca cosa, mucha cosa, fue lo primero
que se me ocurrió decirle.

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