lunes, 26 de junio de 2017

Calvert Casey -En San Isidro

Calvert Casey, Baltimore, 12 de diciembre 1923 – Roma, 17 de mayo 1969 


En San Isidro

Aquí no llega nadie.
El olor a coito mustio y mercenario
es demasiado fuerte.
Al olor que dejaron al pasar por aquí
mil axilas esclavas,
traídas de Guinea en inmundas bodegas
y arrojadas sobre la Machina
o sobre el muelle de Luz,
vino a unirse el olor nauseabundo
que despedían los primeros chinos que trajeron engañados,
después del viaje de seis meses desde Yangtsé,
el olor a albahaca fresca de las primeras amancebadas,
el olor a agua de Florida
de los chulos franceses y cubanos,
el olor de las cebollas pudriéndose
en los almacenes de víveres,
el olor a desinfectantes ineficaces
y a preservativo usado,
los olores grasientos de las cocinas judías.
Y todos estos olores se unieron en un gran olor
a mango podrido,
a prostituta vieja,
a cistitis centenaria,
a flores blancas
y a muerto.
Y éste es el olor maravilloso
que exhala todo el barrio.
Debió nacer en el viejo sufridero de Paula.
Es un olor a infamia,
a pus y a vómito.
Quien no lo ha sentido no conoce
la medida de la inutilidad del dolor humano.
Son tres siglos de dolor,
Casi cuatro.
A esta hora empieza a salir de las alcantarillas.
Los que viven aquí no lo sienten,
viven a prueba de olores.
Un mes en San Isidro
y ya se puede dormir para toda la vida
en un campo de batalla dos días después,
cuando aún no han acabado de enterrar a los muertos,
o en un cementerio de paquidermos.
Lo que inunda la calle es el vaho de tres siglos de futilidad,
del que hasta los animales huyen.
Las tristes casas de lenocinio que quedan
cierran sus puertas,
a las que apenas llama nadie.
Tiran los postigos con un ruido sordo.
Las calles se quedan muertas,
exudando un humor helado.
El olor es ahora enloquecedor,
paralizante;
no pasa un alma,
no se mueve un soplo de brisa,
no se oye ni un ruido.
Huele a sangre de muchas capas de humanidad,
a millones de brazos exangües,
a limo corrompido y a tumor incurable.
Los tres siglos del viejo barrio
son en realidad tres paleolíticos de fatiga.
Si éste es el continente joven,
el resto del mundo debe ser inmensamente viejo.
De aquí no se sale más
que para los grandes necrocomios colectivos,
anteriores al complejo del aire refrigerado.
Los manicomios son lugares risueños,
dorados por el sol;
los hospitales, hoteles suntuosos en realidad,
donde nadie sufre;
las cárceles, escuelas modelos.
Ya no se puede andar,
el olor lo ha invadido todo,
lo ha paralizado todo,
lo ha petrificado todo.
Huele a aliento de necrófago
después de un festín.
No se puede gritar.
Los gritos no se oyen,
no hay eco
en este ambiente espeso y aglutinante,
en este hedor de suicidio.
Así debía oler el circo
cuando quedaba vacío
después de los banquetes,
y el olor debió quedar oculto
en algún conducto ignorado
de la tierra debajo de Roma,
y sale por aquí a esta hora.
En el fondo
no es más que un olor maravilloso a sangre,
a orgasmo,
a polvo y a sudor humanos,
pero tan concentrado y destilado
que ya el olfato no lo reconoce.
Y produce la locura.






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