lunes, 12 de junio de 2017

Harry Clifton -Los orígenes del tango

Harry Clifton, Dublín, 10 de julio 1952
Versión Gerardo Gambolini


Los orígenes del tango

Me obsequiaba con su vino tánico, champagne
que envejece amargamente, mientras de un clavicordio
tronaban tangos, y la lluvia de enero
golpeaba desde la costa atlántica cubierta,
al oeste de Bordeaux. Altos ventanales —
siglo dieciocho. Me observaba, sin hablar,
mientras estaba sentado a su mesa, bajo la palma artificial,
donde otros se habían sentado antes que yo,
porque era una mujer de cuarenta largos

jugando sus comodines. “Extraño, pero murió de SIDA”,
dijo de aquel clavicordista exaltado,
y pensé en los argelinos, y los hetero brutales
apagando cigarrillos detrás de la plaza Saint Pierre,
las transas clandestinas, el aburrimiento de los días de licencia en tierra.
“Borges odiaba el tango — trop vulgaire,
le sexe, la nostalgie, la vie des immigrés”,
siguió diciendo. Nada de eso me importaba:
lo único que yo veía era un vasto espacio hispánico,

vidas anteriores, la oscuridad de los orígenes
agolpándose en mí, hace muchísimo tiempo.
“Esta noche me emborracho bien”,
cantaba alguien. Viejos como el pecado original
flotaban Laura Montserrat, María la Vasca —
arquetipos femeninos. Palafreneros, mulateros,
abuelo emigrado de Europa, todavía un empleado
al final del siglo, arriados como ganado
por las academias de baile, detrás del matadero

de Buenos Aires. “Una calle en Barracas al Sur,
una noche de verano...”, cantaba otra persona,
y yo escuché, finalmente, el ruido de los postigos
a la hora de la concepción. La sangre mulata
corría por mis venas como la fiebre amarilla —
¿Lo notaría siquiera? El sur, el oeste,
el frío alto de los Andes, blanco como el pecho de una madre
al que nunca me acerqué... Tiempo desvanecido recuperado —
Se llamó a sí misma Nueva España, América del Sur.

“Escucha esto —Les Blason du Corps Féminin”
leyó de sus Pléiades del siglo dieciséis
en un volumen encuadernado en oro. “¡Escucha! — petit connin
plus riche que les toisons du Colchos...” ¡El vellocino de Jasón
estaba sentado aquí delante de mí! Aquí habíamos fondeado
esa misma tarde, a la luz amarilla de una tormenta
que ennegrecía el horizonte burgués de Bordeaux
con expectativas, cosquilleos eléctricos —
Aquí, donde tantos se habían ido a probar suerte

había finales, principios. ¡Casas viejas! ¿Quiénes eran
las mujeres traicionadas por Europa, que se miraban
en espejos tremendos, tocándose las primeras canas?
Me incliné y tomé sus manos entre las mías
y rogué a Mascarpillo, El Cachafaz,
en el extremo oscuro del linaje transatlántico —
compadritos, lustrabotas espectrales
que escalaron posición, al compás de un clavicordio y vino blanco,
haciendo girar a sus mujeres en redondo, contra el reloj.



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